jueves, 16 de diciembre de 2010

Historias del genocidio de Ruanda

El periodista y escritor francés, Jean Hatzfeld crea en Una temporada de machetes un testimonio periodístico en toda regla. Da una información única y hasta el momento de su publicación, desconocida: narra cómo vivieron el genocidio un grupo de 12 hutus que participaron activamente en él. Creo que la novela marcó en Hatzfeld un antes y un después en la cobertura informativa acerca del genocidio hutu y en su carrera. Es una obra de referencia en la cobertura informativa del genocidio porque, al lograr un permiso para citarse con los martirizadores y entrevistarlos, el libro se convierte en una fuente de primera mano sobre el conflicto, que al leerlo hace abrir los ojos al mundo. Dicho de otra manera, nada ni nadie puede explicar mejor el genocidio de Ruanda como los testimonios de las matanzas recogidas por el cronista en este libro. 

Por otro lado, en una entrevista con el diario El País, Jean Hatzfeld declaró: "Nadie está a salvo de la barbarie". Las declaraciones de los verdugos hicieron que Hatzfeld reflexionara sobre los límites de la humanidad: sobre la debilidad del hombre, nuestra fragilidad, sobre que en momentos extremos no sabemos cuál va a ser nuestra respuesta, cómo va a actuar. Su obra incita a la reflexión. Por esta razón, creo que su crónica supuso un antes y un después en su carrera.


De abril a julio de 1994 se llevó a cabo una matanza metódica y organizada en Ruanda, cuyas víctimas fueron 800.000 ruandeses pertenecientes a la etnia tutsi y cuyos verdugos pertenecían a la etnia hutu. Este es el punto de partida de Una temporada de machetes. La crónica explica, con la mayor veracidad posible qué sucedió durante aquellos 100 días de persecuciones, fustigaciones y asesinatos. Y Hatzfeld lo hace de principio a fin, mediante numerosas entrevistas con los victimarios en la prisión de Rilma, situada en  sur de Ruanda. Podemos “escuchar” la voz de los presos y las reflexiones del autor al respecto.
La crónica se estructura por capítulos, donde están reproducidas literalmente las entrevistas del grupo de reclusos, que cuentan cómo era la organización de las matanzas, la primera vez que mataron a un tutsi, su aprendizaje, el papel de las mujeres durante el genocidio, cómo eran las matanzas y qué hacían cuando no estaban persiguiendo a tutsis. 
El cronista también hace su propia valoración acerca de las entrevistas y los entrevistados. Hatzfeld escribió, por ejemplo, sobre la desconfianza que sintieron en primera instancia aunque algunos fueron liberándose progresivamente de ese escepticismo por explicar qué sucedió.
Hatzfeld no critica a los presos, no enjuicia sus actos, pero sí la actitud que muestran los reclusos durante las entrevistas, permitiendo al lector advertir los rasgos de personalidad de los mismos. La información nos llega de la manera más directa posible, como si los verdugos contaran sus vivencias durante las matanzas a nosotros y no a Hatzfeld, de modo que se excluyen intermediarios. Lo mismo ocurre cuando interviene el autor: explica a los lectores sus percepciones. La información textual de los presos, la información complementaria de Hatzfeld y sus valoraciones, hacen que la obra tome condición de crónica.

Todos los martirizadores establecieron que la organización era simple. Pancrace es uno de los  presos que pone de referencia la sencillez organizativa: “Nos concentrábamos en el campo de fútbol. La norma número uno era matar. Norma número dos no había. Era una organización sin complicaciones” y declaró también “el día 11 de abril el concejal nos dijo que desde aquel momento teníamos que dedicarnos sólo a matar tutsis sin excepción”. Mataban todos los días, de 8 de la mañana a 3 de la tarde (resultó inevitable relacionar dicho horario con las jornadas laborales a las que estamos acostumbrados, por ejemplo, en Europa). No había jornada de descanso. Para ellos se trataba de un trabajo, era una tarea rutinaria que debían ejercer porque, entre otras razones, su propia vida corría peligro de no hacerlo. La particularidad de rutinario se aprecia en las palabras de Ignace: matar hasta que sonaba el silbato final, a veces un disparo de fusil, siendo la única novedad de la jornada.  También se refirieron a las matanzas como “operaciones de caza”, en palabras de Alphonse.  

Las declaraciones en las que los presos explicaban la primera vez que mataron a un tutsi me causaron incredulidad y conmoción. Desde un principio, muchos lo explicaban con frialdad e indiferencia, razón por la que me pregunto acerca de cómo habría sido su pasado. Llego a la conclusión de que tal vez esa indiferencia se debe a otros conflictos anteriores, y que los hutus fueran en busca de venganza, no venganza hacia alguien en particular, sino en general y hacia la etnia tutsi: los asesinatos se efectuaron indiscriminadamente pero por motivos étnicos y por lo tanto discriminatorios.


En el caso de Pancrace, dejó entrever el temor al mirar a los ojos a su primera víctima en el momento en que la asesinó al testificar que “los ojos de los asesinados son una calamidad para el que los mira. Son el reproche del muerto”. Lo mismo ocurrió la primera vez que Jean Baptiste asesinó a un tutsi: “Di el primer tajo, cuando vi burbujear la sangre me sobresalté y retrocedí un paso. Luego nos acostumbramos a matar sin darle tantas vueltas”. 
La indiferencia y el cambio de idea hacia un tutsi que sentían los verdugos queda patente al leer unas declaraciones de Pio: “Tardé en darme cuenta de que había quitado la vida a uno de mi vecindario. Quiero decir que en el momento fatal no lo diferencié por lo que había sido, herí a una persona que ya no me era ni ínfima ni ajena. No era ya una persona corriente. Sí tenía rasgos parecidos a los de esa persona que conocía yo, pero nada me recordaba a ella. Era un reconocimiento sin conocimiento: tenía la vista y el pensamiento liados”.
Adalbert, en cambio, desde un primer momento no sintió ni miedo, ni lastima ni siquiera repulsión. Él no tenía “ningún sufrimiento personal en el barullo” y después de confesar haber matado a 2 niños declaró: “Era tan cómodo que casi daba gusto”.
El mismo pensamiento de Adalbert se fue contagiando entre el grupo. Ignace, por ejemplo, manifestó que estaban “demasiado calientes para pensar y luego demasiado acostumbrados. En el estado en el que estábamos no nos importaba pensar que andábamos rajando a nuestros vecinos. [...] Los llamábamos cucarachas. Hay que aplastarlos para librarse de ellos”. La naturalidad con la que parecían explicarlo choca. Declaraciones como: “al principio, (matar) era una actividad menos repetida que la de la siembra; nos alegraba la vida” o "cuanto más matábamos más nos engolosinábamos con matar", hacen pensar que preferían las matanzas a trabajar como agricultores como siempre habían hecho. Esto me llevo a pensar que eran seres  amorales, no distinguían lo que estaba bien de lo que no lo estaba. 
El mismo Pancrace, que temió ver los ojos de su víctima, declaró: "En las matanzas de esta categoría, matas a la vecina tutsi con la que oías la radio; o a tu hermana, que estaba casada con un tutsi. O, en el caso de algunos con mala suerte, a la propia esposa tutsi y a los niños, porque todo el mundo lo pide".

No es que considere que matar está justificado, pero no deja de llamar la atención cómo la población hutu quiso exterminar a la población tutsi, matando de manera sistemática y selectiva a sus vecinos. Mataban con ganas, les entretenía y era normal hacerlo, como quien se despierta, se acicala y se marcha a trabajar. No he detectado en ningún momento perplejidad o extrañeza por parte de los presos por deber de cumplir con la función de asesinar, de matar vidas.
La obra de Hatzfeld nos acerca a una realidad de difícil comprensión y ello me lleva a pensar, en último lugar, acerca del sentimiento de incomprensión de los verdugos. Creo que si en algún momento anhelaron comprensión o algún argumento que impugnara sus hechos, ése argumento lo encontraron en sus compañeros de matanza. Y quizá fuera esa empatía recíproca la que forjó  enlaces de amistad. Por ejemplo, en una ocasión Adalbert vino a decir que mataban porque a nadie le parecía mal.

En unas declaraciones de Jean Hatzfeld a la revista El Cultural, el autor confesó acerca de los martirizadores: "No son consciente de lo que hicieron. Por eso se dejaron fotografiar". Al leer esta declaración pensé, siempre desde la lejanía al no haber tratado con los verdugos como Hatzfeld hizo, que quizás sí eran conscientes de lo que hicieron, pero que lo que desconocían era la idea de barbarie que tenemos al informarnos de lo que sucedió en Ruanda en 1994. Esto me hizo pensar en nuestra hipocresía y en la de las diplomacias mundiales. Pues bien, ante nuestra mirada, la que nos hace calificar el genocidio como barbarie, transcurrió la matanza. ¿Somos cómplices del genocidio? Ya lo dijo Elie, un ex policía hutu: “Todos cerraron los ojos a nuestras matanzas”. El mundo miró hacia otro lado para prestar atención a aquellas cuestiones que conciernen de manera directa únicamente al mundo desarrollado. Es cierto que no todos somos iguales y es cierto que es imposible serlo. Pero ello no puede pie a la indiferencia i a la permisividad internacional ante un problema que afectó a miles de personas. La situación económica, el tener o no la hegemonía no deberían importar cuando se están llevando a cabo violaciones de los Derechos Humanos. No hay que olvidar que los Derechos Humanos hacen referencia a la dignidad inherente de las personas, sin ningún tipo de distinción.

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